Fundamentalismo y política
Es frecuente calificar de “fundamentalistas” a las personas fieles a sus propias ideas, a las que siempre han defendido, las que forman parte de su propia personalidad. Parece que las ideas deben ser como la moda, transitorias, frívolas, superficiales, de modo que le permitan a uno decir hoy una cosa y mañana otra. Hay que ser práctico, tecnócrata, moverse por cálculos utilitarios y no por principios y máximas, que sólo existen en la religión, en el dogma. La religión parece ser siempre reaccionaria, sobre todo si se basa en axiomas; carecer de principios, por el contrario, parece ser símbolo de modernidad y de progreso.
Pero en realidad, también constituye religión pura y simple este nuevo pragmatismo, tan en boga en todos los ámbitos.
Guerras de religión
En Europa en 1648 la “paz” de Westfalia puso fin a treinta años de guerras religiosas con las que se trató de frenar el avance del protestantismo, logrando que los reyes tuvieran competencia para establecer la religión de sus países respectivos. La religión del rey se impuso como religión a sus súbditos (“cuius regio eius religio”).
Pero el protestantismo significó el declive de todas las religiones en Europa. Su idea de “sacerdocio universal” hacía de cada creyente un intérprete del dogma y, en consecuencia, inició una diáspora de corrientes, tendencias y movimientos, dogmáticos cada uno de ellos pero anti-dogmáticos en su conjunto. Inició la separación entre la Iglesia -reformada- y el Estado -burgués-.
La teología no había sido hasta entonces más que un succedáneo de las ideologías políticas: dogma cuando provenía de la clase dominante, y herejía cuando se trataba de la clase dominada. En cada lucha contra la herejía no había -generalmente- más que represión de un movimiento popular.
Así había venido sucediendo hasta que la filosofía se independizó de todo ropaje bíblico, lo que históricamente coincide con el avance del protestantismo, que no fue más que un repliegue de la religión hacia el mundo privado, de la conciencia, dejando a las ideologías políticas su propio terreno, el público.
Pero ese terreno público lo dejaron abonado de escepticismo, de agnosticismo: tanto en teología como en ideología, los protestantes introdujeron la duda, el anti‑dogmatismo, la incertidumbre permanente. Al final, la teoría cede en beneficio de la práctica, la teología en beneficio de la ingeniería, y el escolasticismo en beneficio del empirismo. El mundo pasa a dividirse en dos campos: los dogmáticos y los escépticos, los fundamentalistas y los relativistas, los fanáticos y los tolerantes.
O r t o d o x i a
El término “fundamentalista” viene a suceder a aquel otro también denostado de “ortodoxo” y al más viejo aún de “sectario”. Ahora ya -casi- nadie se atreve a proponer nada por estos lares. Predomina el vacío ideológico más espantoso; todo suena utópico e inútil. Pretenden que no seamos protagonistas sino espectadores, que observemos los sucesos con frialdad, desde la lejanía. Se puede opinar, comentar y hasta criticar, pero siempre que se trate de lo ajeno, de aquello en lo que no se interviene ni participa. Y los acontecimientos se deben analizar tal y como el periodista o el fotógrafo nos presentan la realidad: en la distancia, como árbitros imparciales. Debes renunciar a intervenir para poder opinar. Nadie está en posesión de la verdad absoluta -dicen- por lo que hay que sumar las “medias verdades” de cada uno para poder decidir. Así que la verdad se determina por mayoría y el pragmatismo se convierte en la filosofía oficial de esa “mayoría”.
El pragmatismo no es más que la religión de la democracia burguesa: sólo es verdad lo útil, lo que funciona en el mundo real. Es la única filosofía que ha tenido su origen en los Estados Unidos, su única aportación cultural al mundo (aparte del jazz), y fue elaborada por piadosos protestantes. Es como la “filosofía de la praxis” pero sin filosofía. Es un relativismo absoluto: no se puede ser creyente ni ateo; hay que ser agnóstico. Además, se singulariza por la predestinación: ¿para que tratar de cambiar un mundo que está “condenado” a ser como es, o sea, capitalista?
Fue el calvinismo quien rompió la teocracia medieval, separó la Iglesia ‑presbiteriana‑ del Estado -burgués- sobre la base de dos claves: la Iglesia -protestante- carece de organización y jerarquía: es sólo doctrina y dogma; el Estado -capitalista- es sólo organización y jerarquía: carece de doctrina y dogma. Este Estado burgués calvinista no sólo admite todas las creencias, opiniones e ideologías, sino que, además, es “neutral” ante ellas, tolerante, abierto y no intervencionista: aconfesional en lo religioso, neutral en lo ideológico y abstencionista en lo económico.
La democracia calvinista no consiste, por tanto, más que en reducir los problemas cualitativos en cuantitativos, acudiendo a la “opinión mayoritaria” como criterio de veracidad. Cada uno tiene que dejar de defender su tesis para someterse a la de los demás. Pero incluso algo tan sencillo como eso envuelve una contradicción insoluble: sólo se pueden sumar cantidades homogéneas; para poder sumar, la “mayoría” tiene que eliminar la pluralidad, la diversidad, la heterogeneidad.
En contra de lo que se cree, pluralismo y democracia son términos opuestos. No pueden votar los obreros con sus patronos; los carceleros con sus presos; los alumnos con sus profesores; los insumisos con sus generales; los verdugos con sus víctimas. Para poder votar hay que tener los mismos intereses, las mismas necesidades: hay que pertenecer al mismo grupo, al mismo cuerpo social. No puede haber intereses comunes entre clases, grupos y colectivos opuestos y enfrentados.
La construcción del Estado burgués se lleva a cabo sobre la base de una uniformidad, a la que se denomina “nación” que no es más que la burguesía como clase y de la que se excluyen a todos los demás grupos sociales, incluso mediante el exterminio. La concepción burguesa de la nación como unidad, uniformidad y homogeneidad no sólo excluye, por supuesto, al proletariado, sino que además es lo que da lugar precisamente a las diversas “cuestiones nacionales”, a la opresión de las naciones minorizadas que comienza a producirse ya en los mismos orígenes del capitalismo. Así sucedió en Estados Unidos con los indios o en España con los moriscos. Se perseguía una homologación cultural, religiosa, social y nacional.
El diluvio universal
La teología no era más que una divinización de la política; y a la inversa. Desde siempre los análisis políticos y teológicos revistieron un aspecto dialéctico; hay cielo e infierno, burgueses y proletarios, buenos y malos, reaccionarios y revolucionarios; virtud y pecado. Es inconcebible pretender analizar cualquier fenómeno social sin comprender el antagonismo que envuelve. Calvino envió a Servet a la hoguera, pero éste hubiera hecho lo mismo con Calvino: la unidad o la trinidad de dios no podían resolverla de otra manera, no cabían votaciones, “mayorías”, “democracias” ni parlamentos. Si los cistercienses hacían del Estado ‑feudal- el “brazo armado” de la Iglesia -romana- los luteranos invirtieron los términos: los sacerdotes no eran más que funcionarios del Estado, su “brazo ideológico”, idea ésta que fue la que finalmente se impuso.
Fueron los protestantes, pues, quienes convirtieron a los ministros de dios en ministros del gobierno burgués. En esta España “democrática”, lo mismo que en los Estados Unidos, existen los capellanes castrenses, uno de los ejemplos de que también nosotros tenemos nuestros “mullahs”, nuestros “ayatollahs” y nuestras “guerras santas” ¿No es la reina de Inglaterra al tiempo la jefa de la Iglesia de su país? ¿No nos dicen los medios de comunicación que lo del Ulster es una guerra entre católicos y protestantes? Todas las constituciones monárquicas europeas han declarado “sagrada” la persona del rey, inviolable e irresponsable. Tampoco queda tan lejos la imagen del Papa bendiciendo los cañones que Mussolini enviaba a conquistar Abisinia. Las propias lenguas nacionales fueron desarrolladas contra el latín papista: la predicación en el lenguaje popular vernáculo es una idea básica de los protestantes. Lutero y Calvino están considerados entre los forjadores de los idiomas alemán y francés respectivamente. “La traducción que Lutero hizo de la Biblia -escribió Hegel- ha sido de un valor inapreciable para el pueblo alemán. Este ha recibido en ella un libro nacional, como no lo tiene nación alguna del mundo católico. Las naciones católicas tienen un sinnúmero de libritos de oraciones; pero no un libro fundamental para el adoctrinamiento del pueblo”.
La función religiosa fue siempre la de recabar e imponer sumisión a las clases subalternas. Los mayores peligros para la religión han derivado siempre de las revoluciones, de las sublevaciones populares, porque demostraban el fracaso y la ineficacia de la función sacerdotal, el divorcio entre el pueblo y el púlpito.
La guerra santa
Igual que en todas las épocas históricas de cambio acelerado, los pueblos se aproximan a las ideologías que necesitan para orientar y justificar su protesta. Y si en los países de influencia protestante esa ideología reviste una apariencia laica, en aquellos otros, como los musulmanes, reviste apariencias religiosas, islamistas.
La teología islámica ‑como todas las teologías- es capaz de proporcionar los recursos necesarios para insuflar ánimo a la lucha de los musulmanes oprimidos, humillados y vilipendiados, lo mismo que la Biblia sirvió en la revolución inglesa del siglo XVII tanto a los episcopalianos del arzobispo Laud como a los presbiterianos del reverendo Knox o a los puritanos de Thomas Cartwright.
La polémica sobre la “guerra santa”, no es más que una vieja discusión en términos teológicos, que incluso Lenin utilizó para referirse a la Primera Guerra Mundial como guerra “injusta”, o sea, “imperialista”. El problema consiste en discutir precisamente si es o no “santa”, o sea justa y progresista. La tropa que Cromwell reclutaba por las tabernas para hacer la revolución en Inglaterra, acabó transformándose en “el ejercito de los santos”, al que también se le llamó “ironside” (costilla de hierro) porque jamás se rendía: hoy los llamarían fanáticos y fundamentalistas, pero fueron los forjadores de la Inglaterra moderna.
El carácter belicoso de la teología brota por todos los poros. El evangelio de San Mateo (26,51) como el de San Lucas (22,47) cuentan que al ir a detener a Jesús cuando rezaba en el huerto de los Olivos, algunos seguidores pretendieron evitarlo sacando sus espadas, hasta el punto de que llegaron a cortar la oreja de un ayudante del Sumo Sacerdote (San Juan 18,10). No cabe duda, pues, de que los 12 apóstoles no eran más que una organización que el telediario calificaría de “terrorista” y “fundamentalista”. Entonces portaban espadas como hoy portarían fusiles de asalto. En otro apartado, el evangelio de San Lucas cuenta (22,36) cómo Jesús recomendaba a sus seguidores que lo vendieran todo y compraran armas, porque iban a ser perseguidos y debían defenderse.
Las guerras de religión del siglo XVII fueron la expresión más clara de ese intento de resolver los problemas políticos a cañonazos: “La existencia de los protestantes -recurrimos otra vez a Hegel- no podía asegurarse sin lucha en ninguna parte, pues se trataba no de la conciencia como tal, sino del poder político y propiedad privada que los protestantes habían tomado contra los derechos de la Iglesia y que ésta reclamaba”.
El intelectual tolerante de nuestros días carece de ideas propias y, por tanto, no está dispuesto a luchar por ellas, a sacrificarse; el fundamentalista está convencido y, pese a padecer tortura y cárcel no cede; por el contrario, la misma práctica, el mismo choque de sus ideas con la realidad y con el antagonista, o le hacen cambiar o le se las confirman cada vez con mayor rotundidad. El escéptico calvinista no quiere verificar sus ideas; dice que él no es el mesías y que no quiere imponer su forma de pensar a los demás; no puede contrastar su pensamiento, de manera que es siempre errático. Por contra, el fundamentalista acaba transformando en ciencia sus convicciones: sólo los fundamentalistas han triunfado en la historia porque sólo ellos han estado dispuestos a luchar, a batirse en la “guerra santa”. Decía Hegel que “el pensamiento se ha convertido en violencia allí donde lo positivo que tenía enfrente era violencia”. Y es que ese abismo que nos han pintado entre ideas (cualesquiera) y violencia, simplemente no existe.